Lean para no terminar en Facebook trolleando compulsivamente laburo ajeno de manera cuasi lastimera, utilizando sintaxis y gramática de una forma espantosa.
Lean para entender cómo opera la proyección negativa. Las críticas sin fundamentos que hacemos a los demás son el reflejo cruel -y sin procesar- de las críticas que recibimos sobre nosotros mismos, creándonos así inseguridad, angustia y bronca, que expelemos hacia quienes se sienten cómodos/as con sus cuerpos -especialmente hacia mujeres que ya han naturalizado la desnudez-.
Lean para reafirmar que el empoderamiento femenino nos pertenece, moldea y define; que el feminismo es libertad y no hay nada más natural y hermoso que nuestro propio cuerpo, que es NUESTRO y no de la sociedad.
Lean para asimilar que los cánones de belleza que intentan vendernos son absurdos, pues la belleza anida en cada uno/a de nosotros/as cuando hacemos aquello que nos gusta y nos hace bien.
Lean para parar de usar el vocablo "puta" como un insulto, para dejar de tildar de "puta" a una mujer que se para frente a un lente amando su cuerpo, sintiéndose así sensual, empoderada y libre.
Lean para internalizar que prostitución y trata NO ES LO MISMO.
Lean para darle sustento a sus pensamientos, para comprender las vicisitudes de la coyuntura.
Lean para encontrar sensaciones y emociones descritas por un otro, de esas que alguna vez hemos experimentado sin poder ponerle palabras.
Lean para reconocer -¡al fin!- que una mujer puede posar desnuda y, al mismo tiempo, ser lúcida, gustar de escribir, estudiar y adquirir conocimientos.
Lean para calmar la maldita ansiedad, para brindarle un envión a la imaginación, para refugiarse en representaciones ajenas que se tornan propias.
Lean para ser más empáticos/as, amables y saber observar la cadencia de nuestras conductas.
Lean para aceptar que el arte toma diversas formas y siempre va de la mano con el mundo circundante. El arte está presente en un desnudo, en una canción, en un tatuaje, en un videojuego, en una fotografía.
Lean para defender con bravura sus ideas -no tienen fecha de vencimiento ni límite conocido-, para portar orgullosos/as sus estandartes, para que tanta infamia duela un poco menos.
Vestigios del insomnio.
Catarsis y bagaje emocional al alcance de tus ojos.
domingo, 29 de enero de 2017
domingo, 18 de enero de 2015
Pequeño Monstruo.
Llegué a casa. Abrí la puerta, no vino a recibirme. Lo llamé, no escuché sus maullidos.
Me senté a fumar un cigarrillo, acomodé las vendas que traigo aún debido a mi operación del día miércoles.
Percibí que algo no andaba bien. Mis otros dos gatos estaban inquietos.
Lo busqué por todos los rincones.
Lo encontré, temblando y convulsionando, detrás de la puerta de mi habitación.
Tomé su minúsculo cuerpo felino fuerte contra mi pecho, me colgué la cartera al hombro y salí corriendo hacia la calle.
Deambulé por dos veterinarias que rehusaron atenderme.
Me ví llorando desesperada, con el abdómen recientemente cosido y poca movilidad, y el animal sufriendo en mis brazos.
Tomé un taxi. Bajé en Ángel Gallardo y Corrientes.
Me atendió una mujer rubia de unos cincuenta años de edad. Llevaba el cabello recogido, anteojos de lectura de marco púrpura y un delantal con gatitos estampados en color rosa y verde pastel.
Le rogué ayuda. Intercambiamos varias palabras que no logro evocar.
Sí recuerdo el insoportable ruido del ventilador de techo y la luz mortecina de la sala.
Depositó con mucha dulzura al gatito en la camilla de acero inoxidable. Le tomó la temperatura: "Bajísima para un gato", exclamó en un tono monocorde. Procedió a inyectar Vitamina B12.
No había respuesta del animal. Temblaba y maullaba de dolor, no podía caminar, ni reaccionaba ante ningún estímulo.
Yo ya no supe más que hacer. Llorar, moquear y formular preguntas inentendibles entre espasmos e impotencia.
Ella sentenció la inexistencia de alguna cura o solución. "Es una enfermedad neurológica, es muy chico para vacunarlo. Tiene tomado todo el Sistema Nervioso Central. Está sufriendo y solamente puede empeorar. Yo no soy partidaria de la eutanasia, pero no hay otra opción."
Fue lo último que escuché. Entré en un trance de dolor, angustia y bronca tan intenso, que cuando reaccioné estaba sentada afuera del consultorio. A mi lado había una pila de pañuelos de papel usados.
La mujer salió del cubículo intentando disimular su desasosiego.
Me tomó del brazo, me llevó hasta la entrada del local. Abrió el postigo de la ventana. Encendió un cigarrillo, me convidó otro.
"Flaca, yo amo a los bichos, así como vos amás a las personas. Aunque al verte llorar así, dejame decirte que tenés pasta de veterinaria. Hay tantos hijos de puta sueltos... Esto no es responsabilidad tuya, es culpa del sorete que lo abandonó en una caja en la calle. Los animales conservan una pureza que me sana el alma. Viví muchos casos así, y siempre sufro. Pero volvería a elegir mi profesión mil veces."
Titubeé y le confesé que había salvado muchos gatos ya, pero jamás me había sucedido algo similar. Que nunca presencié la muerte de un animal. Le pedí disculpas por no poder expresarme correctamente debido a mi ahogo en lágrimas. Ni sé qué más dije.
"No me digas nada, esos mocos son genuinos. Para mí, a pesar de que ahora mismo no me estés escuchando, es un placer cruzarme con gente con tu amor. ¿Me entendés?"
Me abrazó, me dio un beso y me despidió así:
"Deseo que la próxima vez que nos crucemos, sea feliz y nos encuentre la vida, no la muerte."
Me retiré temblando, con náuseas y sin palabras. Me arrastré hasta mi casa.
Abrí la puerta, llegué al baño a vomitar.
Me lavé la cara y los dientes.
Me senté a fumar un cigarrillo. Me puse a escribir.
Me senté a fumar un cigarrillo, acomodé las vendas que traigo aún debido a mi operación del día miércoles.
Percibí que algo no andaba bien. Mis otros dos gatos estaban inquietos.
Lo busqué por todos los rincones.
Lo encontré, temblando y convulsionando, detrás de la puerta de mi habitación.
Tomé su minúsculo cuerpo felino fuerte contra mi pecho, me colgué la cartera al hombro y salí corriendo hacia la calle.
Deambulé por dos veterinarias que rehusaron atenderme.
Me ví llorando desesperada, con el abdómen recientemente cosido y poca movilidad, y el animal sufriendo en mis brazos.
Tomé un taxi. Bajé en Ángel Gallardo y Corrientes.
Me atendió una mujer rubia de unos cincuenta años de edad. Llevaba el cabello recogido, anteojos de lectura de marco púrpura y un delantal con gatitos estampados en color rosa y verde pastel.
Le rogué ayuda. Intercambiamos varias palabras que no logro evocar.
Sí recuerdo el insoportable ruido del ventilador de techo y la luz mortecina de la sala.
Depositó con mucha dulzura al gatito en la camilla de acero inoxidable. Le tomó la temperatura: "Bajísima para un gato", exclamó en un tono monocorde. Procedió a inyectar Vitamina B12.
No había respuesta del animal. Temblaba y maullaba de dolor, no podía caminar, ni reaccionaba ante ningún estímulo.
Yo ya no supe más que hacer. Llorar, moquear y formular preguntas inentendibles entre espasmos e impotencia.
Ella sentenció la inexistencia de alguna cura o solución. "Es una enfermedad neurológica, es muy chico para vacunarlo. Tiene tomado todo el Sistema Nervioso Central. Está sufriendo y solamente puede empeorar. Yo no soy partidaria de la eutanasia, pero no hay otra opción."
Fue lo último que escuché. Entré en un trance de dolor, angustia y bronca tan intenso, que cuando reaccioné estaba sentada afuera del consultorio. A mi lado había una pila de pañuelos de papel usados.
La mujer salió del cubículo intentando disimular su desasosiego.
Me tomó del brazo, me llevó hasta la entrada del local. Abrió el postigo de la ventana. Encendió un cigarrillo, me convidó otro.
"Flaca, yo amo a los bichos, así como vos amás a las personas. Aunque al verte llorar así, dejame decirte que tenés pasta de veterinaria. Hay tantos hijos de puta sueltos... Esto no es responsabilidad tuya, es culpa del sorete que lo abandonó en una caja en la calle. Los animales conservan una pureza que me sana el alma. Viví muchos casos así, y siempre sufro. Pero volvería a elegir mi profesión mil veces."
Titubeé y le confesé que había salvado muchos gatos ya, pero jamás me había sucedido algo similar. Que nunca presencié la muerte de un animal. Le pedí disculpas por no poder expresarme correctamente debido a mi ahogo en lágrimas. Ni sé qué más dije.
"No me digas nada, esos mocos son genuinos. Para mí, a pesar de que ahora mismo no me estés escuchando, es un placer cruzarme con gente con tu amor. ¿Me entendés?"
Me abrazó, me dio un beso y me despidió así:
"Deseo que la próxima vez que nos crucemos, sea feliz y nos encuentre la vida, no la muerte."
Me retiré temblando, con náuseas y sin palabras. Me arrastré hasta mi casa.
Abrí la puerta, llegué al baño a vomitar.
Me lavé la cara y los dientes.
Me senté a fumar un cigarrillo. Me puse a escribir.
domingo, 9 de noviembre de 2014
L'enfer, c'est les autres.
Luego de mi sesión de fotos de ayer, miraba mis tatuajes y comencé a divagar con el que llevo en la cara interna del brazo izquierdo.
Es la frase de Jean-Paul Sartre (1905-1980) que afirma "El infierno son los otros" -L'enfer, c'est les autres-.
Cuando empecé a leer asiduamente filosofía, la doctrina que me robó el aliento fue el existencialismo. Y Sartre particularmente por ser ateo y apoyar activamente movimientos comunistas, socialistas y revoluciones alrededor del mundo.
Me fascina porque es acción contra quietud, contra lo inamovible, lo estático.
El existencialismo utiliza el método fenomenológico, que es el estudio de los hechos tal cual se presentan; fidelidad a lo realmente dado, a lo experimentado, a lo que podemos observar.
Mi viejo me enseñó de muy pibita que "uno es lo que hace", no lo que dice o escribe.
El existencialismo ateo hace hincapié en la finitud del ser humano, la vida comienza y acaba; en contraposición a las religiones que afirman que hay vida después de la muerte, y una vez fallecido podés ir al cielo o al infierno, dependiendo de tu obrar en este espacio ordinario. (?)
Somos seres finitos, con una existencia que precede a la esencia. No hay nada escrito, no hay destino, no hay naturaleza humana dado que Dios no existe. El ser humano crea su propio camino.
El hombre es un proyecto que se vive subjetivamente: lo que mueve a las personas son sus proyectos e ideales, su preocupación por la realización de su ser y los mismos no existen previamente a su decisión de realizarlos.
Como seres finitos entonces, somos responsables de nosotros mismos y a su vez de todos los hombres. Lo que somos depende de lo que hemos querido ser, no de un destino divino, ni de una circunstancia social, ni de una predisposición biológica o natural. Somos también responsables de los demás porque al elegir unos valores y no otros, escogemos una imagen del hombre tal y como debe ser.
La finitud engloba la libertad, y ella trae consigo los sentimientos de angustia, desamparo y desesperación.
Angustia ante el hecho de que uno es el responsable de sí mismo y de los demás. Desamparo porque la elección se hace en soledad, carecemos de una tabla de valores, reina la subjetividad, no hay ningún signo que nos indique la conducta a seguir, es necesario inventarse la moral. Desesperación porque no es posible un control completo de la realidad en la realización del proyecto, siempre hay que contar con factores imprevistos, con la posibilidad de que nuestras buenas intenciones muten en malos efectos.
Sólo hay realidad en la acción, en los hechos, en lo que empuja y es dinámico. El hombre existe en la medida en que se realiza, es el conjunto de sus actos. Este pensamiento tiene dos lados: es duro para aquellos descontentos con lo que son, para los que no han triunfado en la vida. Ellos pueden engañarse argumentando que en realidad el conjunto de sus actos no muestra su auténtica valía, que el mundo les ha impedido brindar todo de sí, que la vida no es buena.
Por otra parte, esta doctrina es optimista ya que declara que el destino de cada uno de nosotros está en nuestras manos y nos predispone al hacer, a no vivir de sueños, de esperanzas, a dejar de lado nuestras miserias y realizar nuestros proyectos nobles.
Un héroe no nace héroe, se hace héroe.
Ser cobarde es la consecuencia de una decisión, el individuo eligió ser cobarde, no porque fisiológicamente o socialmente esté predispuesto. El cobarde se hace cobarde, pero hay siempre una posibilidad de dejar de serlo, porque el dinamismo imprime nuestras vidas.
El existencialismo reconoce la importancia de la mirada del otro y de los otros. Sólo en la interacción nos hacemos conscientes de lo que somos, de nuestro propio ser y de la realidad que nos corresponde.
Sartre defiende la existencia de una condición humana. Si bien no hay una esencia común a toda la humanidad, existen rasgos universales compartidos que permiten la identificación del individuo con el todo. La libertad, la angustia, la sociabilidad, la cultura.
Permite el compromiso moral y la crítica de la conducta inauténtica: aunque los valores se inventan, no todos los comparten. Algunas elecciones están fundadas en el error y otras en la verdad.
La conducta de mala fé se basa en el error de excusarse en el determinismo, en el destino, o en la falacia de declarar ciertos valores como existentes de modo objetivo e independiente de la voluntad. La actitud auténtica es la de buena fé, la de aquel que asume la responsabilidad completa de su acción y situación, la del que tiene como lema moral la realización de la libertad propia y ajena.
"El existencialismo es un humanismo" al enunciar que no hay otro Dios que el hombre mismo, por afirmar la libertad y la necesidad de trascender, de superarse a sí mismo, por reivindicar el ámbito de lo humano como al que el hombre pertenece.
La frase "El infierno son los otros", aparece en la obra teatral "A puertas cerradas" -A huis clos- de 1944.
El infierno es la mirada del otro, la convivencia, convertirse en objeto (de amor o de odio) de ese sujeto que nos empapa de su propia individualidad. Todos tememos a esa otredad, pero es vital y necesaria. Hay temores primarios que debemos superar para poder conectar con el otro de manera genuina, en libertad.
Precisamos de las relaciones interpersonales, somos seres sociales y nos afecta el mundo circundante.
Todos tenemos moral, nos permite convivir en sociedad. Nos coacciona, nos liga a un mundo de leyes, normas, hábitos y costumbres que conectan al espíritu con la consciencia. La moral no crece guacha, necesita que unos la impongan a otros, es creación del hombre para contener al hombre...
Amate a vos mismo, conocete a vos mismo, sanate a vos mismo. Una vez que logres esto, estarás habilitado para hacer lo propio con los demás. Pase lo que pase, no es obrar del destino ni de la suerte, sino de las elecciones y las acciones de las personas implicadas.
El infierno son los otros, pero el infierno es ese sitio terrenal donde todo lo "prohibido" abunda, donde supuestamente arderíamos encadenados a nuestras pasiones más intrínsecas y pulsiones más primitivas... Y para que ello suceda, tiene que entrar en escena el otro.
Es la frase de Jean-Paul Sartre (1905-1980) que afirma "El infierno son los otros" -L'enfer, c'est les autres-.
Cuando empecé a leer asiduamente filosofía, la doctrina que me robó el aliento fue el existencialismo. Y Sartre particularmente por ser ateo y apoyar activamente movimientos comunistas, socialistas y revoluciones alrededor del mundo.
Me fascina porque es acción contra quietud, contra lo inamovible, lo estático.
El existencialismo utiliza el método fenomenológico, que es el estudio de los hechos tal cual se presentan; fidelidad a lo realmente dado, a lo experimentado, a lo que podemos observar.
Mi viejo me enseñó de muy pibita que "uno es lo que hace", no lo que dice o escribe.
El existencialismo ateo hace hincapié en la finitud del ser humano, la vida comienza y acaba; en contraposición a las religiones que afirman que hay vida después de la muerte, y una vez fallecido podés ir al cielo o al infierno, dependiendo de tu obrar en este espacio ordinario. (?)
Somos seres finitos, con una existencia que precede a la esencia. No hay nada escrito, no hay destino, no hay naturaleza humana dado que Dios no existe. El ser humano crea su propio camino.
El hombre es un proyecto que se vive subjetivamente: lo que mueve a las personas son sus proyectos e ideales, su preocupación por la realización de su ser y los mismos no existen previamente a su decisión de realizarlos.
Como seres finitos entonces, somos responsables de nosotros mismos y a su vez de todos los hombres. Lo que somos depende de lo que hemos querido ser, no de un destino divino, ni de una circunstancia social, ni de una predisposición biológica o natural. Somos también responsables de los demás porque al elegir unos valores y no otros, escogemos una imagen del hombre tal y como debe ser.
La finitud engloba la libertad, y ella trae consigo los sentimientos de angustia, desamparo y desesperación.
Angustia ante el hecho de que uno es el responsable de sí mismo y de los demás. Desamparo porque la elección se hace en soledad, carecemos de una tabla de valores, reina la subjetividad, no hay ningún signo que nos indique la conducta a seguir, es necesario inventarse la moral. Desesperación porque no es posible un control completo de la realidad en la realización del proyecto, siempre hay que contar con factores imprevistos, con la posibilidad de que nuestras buenas intenciones muten en malos efectos.
Sólo hay realidad en la acción, en los hechos, en lo que empuja y es dinámico. El hombre existe en la medida en que se realiza, es el conjunto de sus actos. Este pensamiento tiene dos lados: es duro para aquellos descontentos con lo que son, para los que no han triunfado en la vida. Ellos pueden engañarse argumentando que en realidad el conjunto de sus actos no muestra su auténtica valía, que el mundo les ha impedido brindar todo de sí, que la vida no es buena.
Por otra parte, esta doctrina es optimista ya que declara que el destino de cada uno de nosotros está en nuestras manos y nos predispone al hacer, a no vivir de sueños, de esperanzas, a dejar de lado nuestras miserias y realizar nuestros proyectos nobles.
Un héroe no nace héroe, se hace héroe.
Ser cobarde es la consecuencia de una decisión, el individuo eligió ser cobarde, no porque fisiológicamente o socialmente esté predispuesto. El cobarde se hace cobarde, pero hay siempre una posibilidad de dejar de serlo, porque el dinamismo imprime nuestras vidas.
El existencialismo reconoce la importancia de la mirada del otro y de los otros. Sólo en la interacción nos hacemos conscientes de lo que somos, de nuestro propio ser y de la realidad que nos corresponde.
Sartre defiende la existencia de una condición humana. Si bien no hay una esencia común a toda la humanidad, existen rasgos universales compartidos que permiten la identificación del individuo con el todo. La libertad, la angustia, la sociabilidad, la cultura.
Permite el compromiso moral y la crítica de la conducta inauténtica: aunque los valores se inventan, no todos los comparten. Algunas elecciones están fundadas en el error y otras en la verdad.
La conducta de mala fé se basa en el error de excusarse en el determinismo, en el destino, o en la falacia de declarar ciertos valores como existentes de modo objetivo e independiente de la voluntad. La actitud auténtica es la de buena fé, la de aquel que asume la responsabilidad completa de su acción y situación, la del que tiene como lema moral la realización de la libertad propia y ajena.
"El existencialismo es un humanismo" al enunciar que no hay otro Dios que el hombre mismo, por afirmar la libertad y la necesidad de trascender, de superarse a sí mismo, por reivindicar el ámbito de lo humano como al que el hombre pertenece.
La frase "El infierno son los otros", aparece en la obra teatral "A puertas cerradas" -A huis clos- de 1944.
El infierno es la mirada del otro, la convivencia, convertirse en objeto (de amor o de odio) de ese sujeto que nos empapa de su propia individualidad. Todos tememos a esa otredad, pero es vital y necesaria. Hay temores primarios que debemos superar para poder conectar con el otro de manera genuina, en libertad.
Precisamos de las relaciones interpersonales, somos seres sociales y nos afecta el mundo circundante.
Todos tenemos moral, nos permite convivir en sociedad. Nos coacciona, nos liga a un mundo de leyes, normas, hábitos y costumbres que conectan al espíritu con la consciencia. La moral no crece guacha, necesita que unos la impongan a otros, es creación del hombre para contener al hombre...
Amate a vos mismo, conocete a vos mismo, sanate a vos mismo. Una vez que logres esto, estarás habilitado para hacer lo propio con los demás. Pase lo que pase, no es obrar del destino ni de la suerte, sino de las elecciones y las acciones de las personas implicadas.
El infierno son los otros, pero el infierno es ese sitio terrenal donde todo lo "prohibido" abunda, donde supuestamente arderíamos encadenados a nuestras pasiones más intrínsecas y pulsiones más primitivas... Y para que ello suceda, tiene que entrar en escena el otro.
lunes, 3 de noviembre de 2014
Don Batista.
Tiré al suelo unas migas que quedaron en la silla. Quise descubrir la botella más antigua entre los estantes de vidrio ubicados detrás de la barra.
No cambió mucho el bar desde la última vez que perdí el tren a Retiro hacía algunos años. Los veinticuatro minutos que faltaban para la partida del próximo, eran propicios para un café sin perder de vista al reloj.
El piso de mosaicos y las señalizaciones de los baños eran los mismos que recordaba; fueron varias las veces que me encontré en unas mesas alejadas de las ventanas, esperando a algún compañero impuntual.
El mozo, un gallego flaco y alto, ya no estaba. Me atendió un tipo más joven y hablador; observando sus manos y debido a los caprichos de la memoria, por fin pude evocar el nombre de aquel buen hombre: Don Batista.
El café humeante y el clásico vaso de agua que lo acompaña, quedaron frente a mí sobre la mesa. Agradecí y pensé en lo reservado y cuidadoso que era el "gaita" para acercarse a sus clientes. En una oportunidad con el bar completo, éramos cuatro reunidos y hablábamos en voz tan baja que debíamos acercarnos para entendernos, el mozo aquel -con admirable clase y oficio- hacía algún ruido con las cucharitas o la vajilla en la bandeja al aproximarse a nosotros... Así callábamos inmediatamente.
Mientras terminaba el café, hice un ademán para abonar y retirarme.
Quien me sirvió, al ver intactos los sobrecitos con azúcar, exclamó: "El viejo me avisó que Usted lo toma amargo".
Sorprendida, casi al mismo tiempo que quise preguntar, él me señaló con el pulgar hacia su hombro y divisé a un hombre sentado en el extremo opuesto del mostrador.
Seguramente no lo hubiera reconocido si no intercambiaba unas palabras con él.
Le dí la mano, me agradeció que haya vuelto al bar, que lo recuerde. Le comenté que me gustaba el lugar, que apreciaba su discreción y técnica para hacerme saber que se acercaba a la mesa que ocupaba.
La respuesta que me dio Don Batista tuvo un efecto instantáneo en mi rostro, una combinación de sonrojo, incredulidad y gratitud. Casi conociendo lo que estaba pensando, con palmadita cariñosa y comprensiva en mi mejilla, me sacó de ese incómodo momento en el que no supe qué decir.
Cada palabra que enunció aquel día, la atesoré en mi mente como una fecha o dirección preciada, para escribirlas algún día.
Me dijo exactamente esto: "Mujer, de discreto nada... Yo no quería preocupar a nadie, no me hacía falta escuchar ni una palabra... Yo de niño leo los labios."
No cambió mucho el bar desde la última vez que perdí el tren a Retiro hacía algunos años. Los veinticuatro minutos que faltaban para la partida del próximo, eran propicios para un café sin perder de vista al reloj.
El piso de mosaicos y las señalizaciones de los baños eran los mismos que recordaba; fueron varias las veces que me encontré en unas mesas alejadas de las ventanas, esperando a algún compañero impuntual.
El mozo, un gallego flaco y alto, ya no estaba. Me atendió un tipo más joven y hablador; observando sus manos y debido a los caprichos de la memoria, por fin pude evocar el nombre de aquel buen hombre: Don Batista.
El café humeante y el clásico vaso de agua que lo acompaña, quedaron frente a mí sobre la mesa. Agradecí y pensé en lo reservado y cuidadoso que era el "gaita" para acercarse a sus clientes. En una oportunidad con el bar completo, éramos cuatro reunidos y hablábamos en voz tan baja que debíamos acercarnos para entendernos, el mozo aquel -con admirable clase y oficio- hacía algún ruido con las cucharitas o la vajilla en la bandeja al aproximarse a nosotros... Así callábamos inmediatamente.
Mientras terminaba el café, hice un ademán para abonar y retirarme.
Quien me sirvió, al ver intactos los sobrecitos con azúcar, exclamó: "El viejo me avisó que Usted lo toma amargo".
Sorprendida, casi al mismo tiempo que quise preguntar, él me señaló con el pulgar hacia su hombro y divisé a un hombre sentado en el extremo opuesto del mostrador.
Seguramente no lo hubiera reconocido si no intercambiaba unas palabras con él.
Le dí la mano, me agradeció que haya vuelto al bar, que lo recuerde. Le comenté que me gustaba el lugar, que apreciaba su discreción y técnica para hacerme saber que se acercaba a la mesa que ocupaba.
La respuesta que me dio Don Batista tuvo un efecto instantáneo en mi rostro, una combinación de sonrojo, incredulidad y gratitud. Casi conociendo lo que estaba pensando, con palmadita cariñosa y comprensiva en mi mejilla, me sacó de ese incómodo momento en el que no supe qué decir.
Cada palabra que enunció aquel día, la atesoré en mi mente como una fecha o dirección preciada, para escribirlas algún día.
Me dijo exactamente esto: "Mujer, de discreto nada... Yo no quería preocupar a nadie, no me hacía falta escuchar ni una palabra... Yo de niño leo los labios."
jueves, 30 de octubre de 2014
Dame fuego.
Mauricio era un payaso. No era un payaso realmente, sólo ejercía tal rol.
Odiaba con la fuerza de sus entrañas serlo, pero pertenecía a una tercer generación de intérpretes circenses, y el peso que tienen los mandatos familiares se mide en toneladas.
Pensaba que no le quedaban muchas opciones.
Su marco de referencia era pobre. Desconocía cómo era un escenario alternativo que no esté formado por cartón pintado, telgopor y demás materiales inestables.
Era infinitamente triste enfundado en ese disfraz pesado, edulcorado; el mismo llevaba estampados tantos colores que ninguno se distinguía... Y los parches mal cosidos representaban escenas pseudo cómicas.
Creía efectivamente que era en lo único que podía destacarse.
Se relacionaba con las personas si y solo si se encontraba caracterizado. Percibía un vago sentido a su existencia haciendo reír a los demás, mientras él solamente fingía una mueca. Eran contadas las risas genuinas que conservaban sus recuerdos.
Tenía un miedo irracional a ser rechazado si se mostraba tal cual era. Desconfiaba de su propia esencia y las cualidades que podría llegar a desarrollar.
Era muy permeable a las opiniones ajenas, pero lo negaba rotundamente.
En verdad era una persona simple con ganas de dedicarse a algo más loable. Detrás del grotesco maquillaje y el plasticoso disfraz, no se lucía ninguno de sus rasgos, mucho menos el ápice de luz de su espíritu.
Era joven, pero por la angustia que acarreaba se veía como un anciano.
Al llegar por las noches de sus funciones teatrales, la mayoría de ellas apagadas y sobrecargadas de recursos ya vistos, se desplomaba en la cama a consumir televisión banal y fumar. No hablaba con casi nadie. Casi nadie hablaba con él.
Una tarde, mientras caminaba por el parque de su barrio, se sentó en uno de los bancos a fumar un cigarrillo, a intentar pensarse antes de la presentación cotidiana.
No llevaba consigo el encendedor, así que maldijo a su desgracia, a la vida, invocó a la muerte por tal pequeñez.
Se acercó entonces un perro. Flaco, de andar desgarbado, aspecto agradable y pelaje brilloso, blanco como la pasma. El animal le habló, para su sorpresa.
Le convidó fuego, usó un encendedor de esos a bencina (porque este ser no era un can cualquiera) e intercambiaron algunas palabras.
El perro lo siguió hasta el teatro y esperó pacientemente hasta la finalización de la obra.
El hombre culminó otro espectáculo mediocre y se encontró con el perro aguardando por él, moviendo la cola, ansioso por conversar.
Mauricio se mostró parco y de pocas palabras, pero de todas formas permitió ser acompañado caminando las cuadras que faltaban para su casa.
Casi sin darse cuenta, comenzó una relación de beneficios mutuos y afecto sincero.
El animal con su avidez, tomaba prestados todo tipo de elementos y dinero para solventar gastos. Era un perro hampón, astuto como un zorro citadino.
En honor a Bonnie Parker, ladrona famosa de la depresión económica de la década del '30, el can fue bautizado Bonnie.
Se premiaban con banquetes calóricos, confiaban sus más grandes secretos, esos que nunca pensaron que compartirían.
Brindaban un cariño que les había sido negado, por pura crueldad del azar.
-Ya no es necesario que sigas haciendo de payaso. Yo voy a ayudarte. - exclamó Bonnie, luciendo una pícara sonrisa.
-¿En serio? Porque odio ser payaso. Lo detesto, pero nunca había conocido otra forma de relacionarme. Así al menos siento que a alguien le importo, alguien ríe con mis tonterías.
-No, dejalo. ¡A mi me importás! Además, sin ofender, sos malo. Utilizás recursos caducos, trillados. Y ese disfraz está fiero, viejo. Hasta está oliendo mal.
Pasearon por doquier, preferentemente de noche. Bonnie jamás se dejó colocar una correa ni ningún tipo de atadura, mientras Mauricio le rogó que nunca nadie se entere de cómo se veía sin disfraz.
Era un acuerdo bilateral de compañerismo auténtico.
Pero el individuo empezó a retomar las funciones, no estaba acostumbrado a vivir sin su careta. Bonnie lo sentía distante y apático, gélido, más triste que nunca.
-A mi me abandonaron en la ruta al dejar de ser cachorro. Aprendí a no depender de nadie. Las personas son una mierda en su mayoría, pero confío en que no todas lo son. Soy un perro y es mi naturaleza ser leal. No me pidas que vuele ni que me crezcan escamas. Confío en vos, no me decepciones.- enunció Bonnie.
-La gente es una mierda. La vida entera es una mierda. Ma' qué una mierda... Es un camión atmosférico lleno.- interrumpió Mauricio.
-¿Y por qué querés volver a ser payaso? Si permanecerá la realidad estática, como afirmás...
-No sé hacer otra cosa. Y no te metas más, no me rompas las pelotas. Vos sos solamente un perro y no sé ni siquiera por qué estás acá. ¡Andate! ¡Fuera, bicho!
Bonnie durmió en la calle esa noche. Sintió el frío y la mugre de las veredas otra vez, la indiferencia de los transeúntes, la angustia de no ser significativo para nadie.
Y aprendió a llorar humanizado. Lloró hasta quedarse dormido enroscado en sí mismo, con la luna en cuarto menguante como testigo.
Por la mañana volvió a la puerta de la casa de Mauricio. Él le dirigió una mirada cargada de odio.
-Perdoname. No sabía que para vos era importante ser payaso, te conocí aborreciendo ese rol. No sos feliz al meterte en ese traje torpe y tapar tu rostro verdadero con maquillaje. Te acepto tal cual sos... Pero dale, ¡NO sos un payaso!
-Es que lo odio, pero no conozco otra cosa. Y callate, ya no te soporto.
-Pero yo puedo ayudarte como hasta ahora...-
Mauricio no dejó terminar la frase a Bonnie. Le propinó una patada en las costillas. Y otra, y otra. El animal desconcertado intentó correrse del sitio.
Mareado y como pudo, se alejó.
A la salida de la función lo esperó como siempre, agotado, casi sin habla. Carente de energías, le pidió disculpas una vez más por haber interferido en su plan de perpetuar lo ridículo.
Él lo ignoró por completo. Lo dejó pasar a la casa y dormir en el suelo.
Al amanecer, Bonnie había conseguido pan y algunas frutas para desayunar.
El hombre consumió todo en silencio. El perro movía la cola y charlaba animosamente.
Mauricio se metió en su latoso traje de payaso, roído y percudido a estas alturas.
Esta vez, ante los reproches reiterativos de Bonnie, él reaccionó más violentamente.
Gritó, insultó, echó al perro. Para colmo volvió a ejercer violencia, con más saña y puntería. Le rompió las costillas a puntapiés sucios.
El animal, ya por instinto de supervivencia y abatido por la traición, se aferró a uno de los brazos de su viejo amigo e hincó sus dientes con furia salvaje.
Los colmillos se habían hundido hasta el músculo. Desgarró la carne como en estado Berserk, como una bestia primitiva.
Brotaba la sangre caliente, empapando las mangas del disfraz.
Él, tras maldecir al animal en varias lenguas, lo molió a golpes. El perro ya no tenía reacción, no podía creer lo que estaba pasando. Se dejó hacer. Cerró los ojos, rogando que todo pase rápido.
-Ya no siento nada. Quitame la vida. No siento ninguna de mis patas ni mi cola... Quebraste mi quijada, mis costillas, apenas puedo hablar, matame. Así además de payaso, aprendés a ser asesino.
Este sujeto abandonó al moribundo animal desangrándose en la calle y se retiró.
Había traicionado al único ser que lo conocía sin disfraz, sin maquillaje, sin protección. Y Bonnie había mordido iracundo a su mejor amigo, al ser que más había adorado en su perra vida.
Mauricio tomó las pocas cosas que tenía en la casa y se mudó de barrio. Este nuevo circo no era el Teatro de antaño. Le ofrecieron un trailer enmohecido y oscuro para vivir. Era minúsculo, olía a humedad y a lágrimas antiquísimas.
Tuvo funciones toda la semana. Como en este nuevo barrio la gente era adinerada, tenía gustos más chabacanos y preferencias por un humor soez y sin contenido.
Llevaba una semana sin dormir.
Se recostó en la pequeña cama del remolque y encendió un cigarrillo. Al ver el encendedor e inhalar el aroma de la bencina, recordó a su compañero canino. Lloró y no tuvo ya con quién compartirlo, sintió su cruda ausencia.
Dentro de su dolor y sus básicos esquemas, no pudo entender por qué cometió tan grave error. Sólo sentía una angustia que le oprimía el pecho, apenas podía respirar.
No llegó a fumar el décimo cigarro entero, que se quedó dormido con el mismo prendido.
El inflamable mono de payaso comenzó a arder en cuestión de segundos. Él despertó, pero estaba cansado y la congestión generada por los gases que emanaba la combustión de tanto material tóxico, lo adormecieron.
Miró la cicatriz de los colmillos de su amigo canino tatuados en su brazo, ya desnudo y próximo a calcinarse.
Se dejó yacer. El trailer se prendió fuego entero, como su corazón supo hacer al aprender a ser genuino con un otro, al quitarse ese estúpido disfraz.
Ese traje lo apartó del afecto más noble que tuvo jamás, y ese traje le sentenció la muerte.
El humo llegó hasta el cielo. Se dice que fue tan denso, que permanece aún hoy, inerte.
Bonnie lo había seguido, rengueando, con las costillas molidas, malherido. Necesitaba una explicación.
A unas cuadras del circo, percibió el olor a quemado y divisó la humareda espesa. Corrió hasta destino, llegó a lo que quedó del trailer. Miembros del circo y curiosos contemplaban la escena horrorizados.
El animal reconoció el encendedor rectangular, a pesar de encontrarse cubierto de hollín. Lo tomó con su quijada partida y empezó a caminar errante, pidiendo que el intenso sufrimiento cese. Incluso con el cuerpo desfigurado por los golpes, lo que más le dolía era el alma. Y lamentó profundamente no haber llegado a tiempo para salvar a su compañero humano.
Cuenta la leyenda que el perseverante bicho sigue caminando sin rumbo.
Cuando retoza sobre la hierba fresca, buscando que el sol cicatrice sus múltiples heridas, mira hacia el cielo jugando a encontrar siluetas de payasos en las nubes.
Odiaba con la fuerza de sus entrañas serlo, pero pertenecía a una tercer generación de intérpretes circenses, y el peso que tienen los mandatos familiares se mide en toneladas.
Pensaba que no le quedaban muchas opciones.
Su marco de referencia era pobre. Desconocía cómo era un escenario alternativo que no esté formado por cartón pintado, telgopor y demás materiales inestables.
Era infinitamente triste enfundado en ese disfraz pesado, edulcorado; el mismo llevaba estampados tantos colores que ninguno se distinguía... Y los parches mal cosidos representaban escenas pseudo cómicas.
Creía efectivamente que era en lo único que podía destacarse.
Se relacionaba con las personas si y solo si se encontraba caracterizado. Percibía un vago sentido a su existencia haciendo reír a los demás, mientras él solamente fingía una mueca. Eran contadas las risas genuinas que conservaban sus recuerdos.
Tenía un miedo irracional a ser rechazado si se mostraba tal cual era. Desconfiaba de su propia esencia y las cualidades que podría llegar a desarrollar.
Era muy permeable a las opiniones ajenas, pero lo negaba rotundamente.
En verdad era una persona simple con ganas de dedicarse a algo más loable. Detrás del grotesco maquillaje y el plasticoso disfraz, no se lucía ninguno de sus rasgos, mucho menos el ápice de luz de su espíritu.
Era joven, pero por la angustia que acarreaba se veía como un anciano.
Al llegar por las noches de sus funciones teatrales, la mayoría de ellas apagadas y sobrecargadas de recursos ya vistos, se desplomaba en la cama a consumir televisión banal y fumar. No hablaba con casi nadie. Casi nadie hablaba con él.
Una tarde, mientras caminaba por el parque de su barrio, se sentó en uno de los bancos a fumar un cigarrillo, a intentar pensarse antes de la presentación cotidiana.
No llevaba consigo el encendedor, así que maldijo a su desgracia, a la vida, invocó a la muerte por tal pequeñez.
Se acercó entonces un perro. Flaco, de andar desgarbado, aspecto agradable y pelaje brilloso, blanco como la pasma. El animal le habló, para su sorpresa.
Le convidó fuego, usó un encendedor de esos a bencina (porque este ser no era un can cualquiera) e intercambiaron algunas palabras.
El perro lo siguió hasta el teatro y esperó pacientemente hasta la finalización de la obra.
El hombre culminó otro espectáculo mediocre y se encontró con el perro aguardando por él, moviendo la cola, ansioso por conversar.
Mauricio se mostró parco y de pocas palabras, pero de todas formas permitió ser acompañado caminando las cuadras que faltaban para su casa.
Casi sin darse cuenta, comenzó una relación de beneficios mutuos y afecto sincero.
El animal con su avidez, tomaba prestados todo tipo de elementos y dinero para solventar gastos. Era un perro hampón, astuto como un zorro citadino.
En honor a Bonnie Parker, ladrona famosa de la depresión económica de la década del '30, el can fue bautizado Bonnie.
Se premiaban con banquetes calóricos, confiaban sus más grandes secretos, esos que nunca pensaron que compartirían.
Brindaban un cariño que les había sido negado, por pura crueldad del azar.
-Ya no es necesario que sigas haciendo de payaso. Yo voy a ayudarte. - exclamó Bonnie, luciendo una pícara sonrisa.
-¿En serio? Porque odio ser payaso. Lo detesto, pero nunca había conocido otra forma de relacionarme. Así al menos siento que a alguien le importo, alguien ríe con mis tonterías.
-No, dejalo. ¡A mi me importás! Además, sin ofender, sos malo. Utilizás recursos caducos, trillados. Y ese disfraz está fiero, viejo. Hasta está oliendo mal.
Pasearon por doquier, preferentemente de noche. Bonnie jamás se dejó colocar una correa ni ningún tipo de atadura, mientras Mauricio le rogó que nunca nadie se entere de cómo se veía sin disfraz.
Era un acuerdo bilateral de compañerismo auténtico.
Pero el individuo empezó a retomar las funciones, no estaba acostumbrado a vivir sin su careta. Bonnie lo sentía distante y apático, gélido, más triste que nunca.
-A mi me abandonaron en la ruta al dejar de ser cachorro. Aprendí a no depender de nadie. Las personas son una mierda en su mayoría, pero confío en que no todas lo son. Soy un perro y es mi naturaleza ser leal. No me pidas que vuele ni que me crezcan escamas. Confío en vos, no me decepciones.- enunció Bonnie.
-La gente es una mierda. La vida entera es una mierda. Ma' qué una mierda... Es un camión atmosférico lleno.- interrumpió Mauricio.
-¿Y por qué querés volver a ser payaso? Si permanecerá la realidad estática, como afirmás...
-No sé hacer otra cosa. Y no te metas más, no me rompas las pelotas. Vos sos solamente un perro y no sé ni siquiera por qué estás acá. ¡Andate! ¡Fuera, bicho!
Bonnie durmió en la calle esa noche. Sintió el frío y la mugre de las veredas otra vez, la indiferencia de los transeúntes, la angustia de no ser significativo para nadie.
Y aprendió a llorar humanizado. Lloró hasta quedarse dormido enroscado en sí mismo, con la luna en cuarto menguante como testigo.
Por la mañana volvió a la puerta de la casa de Mauricio. Él le dirigió una mirada cargada de odio.
-Perdoname. No sabía que para vos era importante ser payaso, te conocí aborreciendo ese rol. No sos feliz al meterte en ese traje torpe y tapar tu rostro verdadero con maquillaje. Te acepto tal cual sos... Pero dale, ¡NO sos un payaso!
-Es que lo odio, pero no conozco otra cosa. Y callate, ya no te soporto.
-Pero yo puedo ayudarte como hasta ahora...-
Mauricio no dejó terminar la frase a Bonnie. Le propinó una patada en las costillas. Y otra, y otra. El animal desconcertado intentó correrse del sitio.
Mareado y como pudo, se alejó.
A la salida de la función lo esperó como siempre, agotado, casi sin habla. Carente de energías, le pidió disculpas una vez más por haber interferido en su plan de perpetuar lo ridículo.
Él lo ignoró por completo. Lo dejó pasar a la casa y dormir en el suelo.
Al amanecer, Bonnie había conseguido pan y algunas frutas para desayunar.
El hombre consumió todo en silencio. El perro movía la cola y charlaba animosamente.
Mauricio se metió en su latoso traje de payaso, roído y percudido a estas alturas.
Esta vez, ante los reproches reiterativos de Bonnie, él reaccionó más violentamente.
Gritó, insultó, echó al perro. Para colmo volvió a ejercer violencia, con más saña y puntería. Le rompió las costillas a puntapiés sucios.
El animal, ya por instinto de supervivencia y abatido por la traición, se aferró a uno de los brazos de su viejo amigo e hincó sus dientes con furia salvaje.
Los colmillos se habían hundido hasta el músculo. Desgarró la carne como en estado Berserk, como una bestia primitiva.
Brotaba la sangre caliente, empapando las mangas del disfraz.
Él, tras maldecir al animal en varias lenguas, lo molió a golpes. El perro ya no tenía reacción, no podía creer lo que estaba pasando. Se dejó hacer. Cerró los ojos, rogando que todo pase rápido.
-Ya no siento nada. Quitame la vida. No siento ninguna de mis patas ni mi cola... Quebraste mi quijada, mis costillas, apenas puedo hablar, matame. Así además de payaso, aprendés a ser asesino.
Este sujeto abandonó al moribundo animal desangrándose en la calle y se retiró.
Había traicionado al único ser que lo conocía sin disfraz, sin maquillaje, sin protección. Y Bonnie había mordido iracundo a su mejor amigo, al ser que más había adorado en su perra vida.
Mauricio tomó las pocas cosas que tenía en la casa y se mudó de barrio. Este nuevo circo no era el Teatro de antaño. Le ofrecieron un trailer enmohecido y oscuro para vivir. Era minúsculo, olía a humedad y a lágrimas antiquísimas.
Tuvo funciones toda la semana. Como en este nuevo barrio la gente era adinerada, tenía gustos más chabacanos y preferencias por un humor soez y sin contenido.
Llevaba una semana sin dormir.
Se recostó en la pequeña cama del remolque y encendió un cigarrillo. Al ver el encendedor e inhalar el aroma de la bencina, recordó a su compañero canino. Lloró y no tuvo ya con quién compartirlo, sintió su cruda ausencia.
Dentro de su dolor y sus básicos esquemas, no pudo entender por qué cometió tan grave error. Sólo sentía una angustia que le oprimía el pecho, apenas podía respirar.
No llegó a fumar el décimo cigarro entero, que se quedó dormido con el mismo prendido.
El inflamable mono de payaso comenzó a arder en cuestión de segundos. Él despertó, pero estaba cansado y la congestión generada por los gases que emanaba la combustión de tanto material tóxico, lo adormecieron.
Miró la cicatriz de los colmillos de su amigo canino tatuados en su brazo, ya desnudo y próximo a calcinarse.
Se dejó yacer. El trailer se prendió fuego entero, como su corazón supo hacer al aprender a ser genuino con un otro, al quitarse ese estúpido disfraz.
Ese traje lo apartó del afecto más noble que tuvo jamás, y ese traje le sentenció la muerte.
El humo llegó hasta el cielo. Se dice que fue tan denso, que permanece aún hoy, inerte.
Bonnie lo había seguido, rengueando, con las costillas molidas, malherido. Necesitaba una explicación.
A unas cuadras del circo, percibió el olor a quemado y divisó la humareda espesa. Corrió hasta destino, llegó a lo que quedó del trailer. Miembros del circo y curiosos contemplaban la escena horrorizados.
El animal reconoció el encendedor rectangular, a pesar de encontrarse cubierto de hollín. Lo tomó con su quijada partida y empezó a caminar errante, pidiendo que el intenso sufrimiento cese. Incluso con el cuerpo desfigurado por los golpes, lo que más le dolía era el alma. Y lamentó profundamente no haber llegado a tiempo para salvar a su compañero humano.
Cuenta la leyenda que el perseverante bicho sigue caminando sin rumbo.
Cuando retoza sobre la hierba fresca, buscando que el sol cicatrice sus múltiples heridas, mira hacia el cielo jugando a encontrar siluetas de payasos en las nubes.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)