jueves, 30 de octubre de 2014

Dame fuego.

Mauricio era un payaso. No era un payaso realmente, sólo ejercía tal rol.
Odiaba con la fuerza de sus entrañas serlo, pero pertenecía a una tercer generación de intérpretes circenses, y el peso que tienen los mandatos familiares se mide en toneladas.
Pensaba que no le quedaban muchas opciones.
Su marco de referencia era pobre. Desconocía cómo era un escenario alternativo que no esté formado por cartón pintado, telgopor y demás materiales inestables.

Era infinitamente triste enfundado en ese disfraz pesado, edulcorado; el mismo llevaba estampados tantos colores que ninguno se distinguía... Y los parches mal cosidos representaban escenas pseudo cómicas.
Creía efectivamente que era en lo único que podía destacarse.
Se relacionaba con las personas si y solo si se encontraba caracterizado. Percibía un vago sentido a su existencia haciendo reír a los demás, mientras él solamente fingía una mueca. Eran contadas las risas genuinas que conservaban sus recuerdos.
Tenía un miedo irracional a ser rechazado si se mostraba tal cual era. Desconfiaba de su propia esencia y las cualidades que podría llegar a desarrollar.
Era muy permeable a las opiniones ajenas, pero lo negaba rotundamente.

En verdad era una persona simple con ganas de dedicarse a algo más loable. Detrás del grotesco maquillaje y el plasticoso disfraz, no se lucía ninguno de sus rasgos, mucho menos el ápice de luz de su espíritu.
Era joven, pero por la angustia que acarreaba se veía como un anciano.

Al llegar por las noches de sus funciones teatrales, la mayoría de ellas apagadas y sobrecargadas de recursos ya vistos, se desplomaba en la cama a consumir televisión banal y fumar. No hablaba con casi nadie. Casi nadie hablaba con él.

Una tarde, mientras caminaba por el parque de su barrio, se sentó en uno de los bancos a fumar un cigarrillo, a intentar pensarse antes de la presentación cotidiana.
No llevaba consigo el encendedor, así que maldijo a su desgracia, a la vida, invocó a la muerte por tal pequeñez.
Se acercó entonces un perro. Flaco, de andar desgarbado, aspecto agradable y pelaje brilloso, blanco como la pasma. El animal le habló, para su sorpresa.
Le convidó fuego, usó un encendedor de esos a bencina (porque este ser no era un can cualquiera) e intercambiaron algunas palabras.
El perro lo siguió hasta el teatro y esperó pacientemente hasta la finalización de la obra.

El hombre culminó otro espectáculo mediocre y se encontró con el perro aguardando por él, moviendo la cola, ansioso por conversar.
Mauricio se mostró parco y de pocas palabras, pero de todas formas permitió ser acompañado caminando las cuadras que faltaban para su casa.

Casi sin darse cuenta, comenzó una relación de beneficios mutuos y afecto sincero.
El animal con su avidez, tomaba prestados todo tipo de elementos y dinero para solventar gastos. Era un perro hampón, astuto como un zorro citadino.
En honor a Bonnie Parker, ladrona famosa de la depresión económica de la década del '30, el can fue bautizado Bonnie.
Se premiaban con banquetes calóricos, confiaban sus más grandes secretos, esos que nunca pensaron que compartirían.
Brindaban un cariño que les había sido negado, por pura crueldad del azar.

-Ya no es necesario que sigas haciendo de payaso. Yo voy a ayudarte. - exclamó Bonnie, luciendo una pícara sonrisa.
-¿En serio? Porque odio ser payaso. Lo detesto, pero nunca había conocido otra forma de relacionarme. Así al menos siento que a alguien le importo, alguien ríe con mis tonterías.
-No, dejalo. ¡A mi me importás! Además, sin ofender, sos malo. Utilizás recursos caducos, trillados. Y ese disfraz está fiero, viejo. Hasta está oliendo mal.

Pasearon por doquier, preferentemente de noche. Bonnie jamás se dejó colocar una correa ni ningún tipo de atadura, mientras Mauricio le rogó que nunca nadie se entere de cómo se veía sin disfraz.
Era un acuerdo bilateral de compañerismo auténtico.

Pero el individuo empezó a retomar las funciones, no estaba acostumbrado a vivir sin su careta. Bonnie lo sentía distante y apático, gélido, más triste que nunca.
-A mi me abandonaron en la ruta al dejar de ser cachorro. Aprendí a no depender de nadie. Las personas son una mierda en su mayoría, pero confío en que no todas lo son. Soy un perro y es mi naturaleza ser leal. No me pidas que vuele ni que me crezcan escamas. Confío en vos, no me decepciones.- enunció Bonnie.
-La gente es una mierda. La vida entera es una mierda. Ma' qué una mierda... Es un camión atmosférico lleno.- interrumpió Mauricio.
-¿Y por qué querés volver a ser payaso? Si permanecerá la realidad estática, como afirmás...
-No sé hacer otra cosa. Y no te metas más, no me rompas las pelotas. Vos sos solamente un perro y no sé ni siquiera por qué estás acá. ¡Andate! ¡Fuera, bicho!

Bonnie durmió en la calle esa noche. Sintió el frío y la mugre de las veredas otra vez, la indiferencia de los transeúntes, la angustia de no ser significativo para nadie.
Y aprendió a llorar humanizado. Lloró hasta quedarse dormido enroscado en sí mismo, con la luna en cuarto menguante como testigo.

Por la mañana volvió a la puerta de la casa de Mauricio. Él le dirigió una mirada cargada de odio.
-Perdoname. No sabía que para vos era importante ser payaso, te conocí aborreciendo ese rol. No sos feliz al meterte en ese traje torpe y tapar tu rostro verdadero con maquillaje. Te acepto tal cual sos... Pero dale, ¡NO sos un payaso!
-Es que lo odio, pero no conozco otra cosa. Y callate, ya no te soporto.
-Pero yo puedo ayudarte como hasta ahora...-
Mauricio no dejó terminar la frase a Bonnie. Le propinó una patada en las costillas. Y otra, y otra. El animal desconcertado intentó correrse del sitio.
Mareado y como pudo, se alejó.

A la salida de la función lo esperó como siempre, agotado, casi sin habla. Carente de energías, le pidió disculpas una vez más por haber interferido en su plan de perpetuar lo ridículo.
Él lo ignoró por completo. Lo dejó pasar a la casa y dormir en el suelo.
Al amanecer, Bonnie había conseguido pan y algunas frutas para desayunar.
El hombre consumió todo en silencio. El perro movía la cola y charlaba animosamente.

Mauricio se metió en su latoso traje de payaso, roído y percudido a estas alturas.
Esta vez, ante los reproches reiterativos de Bonnie, él reaccionó más violentamente.
Gritó, insultó, echó al perro. Para colmo volvió a ejercer violencia, con más saña y puntería. Le rompió las costillas a puntapiés sucios.
El animal, ya por instinto de supervivencia y abatido por la traición, se aferró a uno de los brazos de su viejo amigo e hincó sus dientes con furia salvaje.
Los colmillos se habían hundido hasta el músculo. Desgarró la carne como en estado Berserk, como una bestia primitiva.
Brotaba la sangre caliente, empapando las mangas del disfraz.
Él, tras maldecir al animal en varias lenguas, lo molió a golpes. El perro ya no tenía reacción, no podía creer lo que estaba pasando. Se dejó hacer. Cerró los ojos, rogando que todo pase rápido.
-Ya no siento nada. Quitame la vida. No siento ninguna de mis patas ni mi cola... Quebraste mi quijada, mis costillas, apenas puedo hablar, matame. Así además de payaso, aprendés a ser asesino.
Este sujeto abandonó al moribundo animal desangrándose en la calle y se retiró.
Había traicionado al único ser que lo conocía sin disfraz, sin maquillaje, sin protección. Y Bonnie había mordido iracundo a su mejor amigo, al ser que más había adorado en su perra vida.

Mauricio tomó las pocas cosas que tenía en la casa y se mudó de barrio. Este nuevo circo no era el Teatro de antaño. Le ofrecieron un trailer enmohecido y oscuro para vivir. Era minúsculo, olía a humedad y a lágrimas antiquísimas.
Tuvo funciones toda la semana. Como en este nuevo barrio la gente era adinerada, tenía gustos más chabacanos y preferencias por un humor soez y sin contenido.

Llevaba una semana sin dormir.
Se recostó en la pequeña cama del remolque y encendió un cigarrillo. Al ver el encendedor e inhalar el aroma de la bencina, recordó a su compañero canino. Lloró y no tuvo ya con quién compartirlo, sintió su cruda ausencia.
Dentro de su dolor y sus básicos esquemas, no pudo entender por qué cometió tan grave error. Sólo sentía una angustia que le oprimía el pecho, apenas podía respirar.
No llegó a fumar el décimo cigarro entero, que se quedó dormido con el mismo prendido.

El inflamable mono de payaso comenzó a arder en cuestión de segundos. Él despertó, pero estaba cansado y la congestión generada por los gases que emanaba la combustión de tanto material tóxico, lo adormecieron.
Miró la cicatriz de los colmillos de su amigo canino tatuados en su brazo, ya desnudo y próximo a calcinarse.
Se dejó yacer. El trailer se prendió fuego entero, como su corazón supo hacer al aprender a ser genuino con un otro, al quitarse ese estúpido disfraz.
Ese traje lo apartó del afecto más noble que tuvo jamás, y ese traje le sentenció la muerte.
El humo llegó hasta el cielo. Se dice que fue tan denso, que permanece aún hoy, inerte.

Bonnie lo había seguido, rengueando, con las costillas molidas, malherido. Necesitaba una explicación.
A unas cuadras del circo, percibió el olor a quemado y divisó la humareda espesa. Corrió hasta destino, llegó a lo que quedó del trailer. Miembros del circo y curiosos contemplaban la escena horrorizados.
El animal reconoció el encendedor rectangular, a pesar de encontrarse cubierto de hollín. Lo tomó con su quijada partida y empezó a caminar errante, pidiendo que el intenso sufrimiento cese. Incluso con el cuerpo desfigurado por los golpes, lo que más le dolía era el alma. Y lamentó profundamente no haber llegado a tiempo para salvar a su compañero humano.

Cuenta la leyenda que el perseverante bicho sigue caminando sin rumbo.
Cuando retoza sobre la hierba fresca, buscando que el sol cicatrice sus múltiples heridas, mira hacia el cielo jugando a encontrar siluetas de payasos en las nubes.