domingo, 18 de enero de 2015

Pequeño Monstruo.

Llegué a casa. Abrí la puerta, no vino a recibirme. Lo llamé, no escuché sus maullidos.
Me senté a fumar un cigarrillo, acomodé las vendas que traigo aún debido a mi operación del día miércoles.
Percibí que algo no andaba bien. Mis otros dos gatos estaban inquietos.
Lo busqué por todos los rincones.
Lo encontré, temblando y convulsionando, detrás de la puerta de mi habitación.
Tomé su minúsculo cuerpo felino fuerte contra mi pecho, me colgué la cartera al hombro y salí corriendo hacia la calle.
Deambulé por dos veterinarias que rehusaron atenderme.
Me ví llorando desesperada, con el abdómen recientemente cosido y poca movilidad, y el animal sufriendo en mis brazos.
Tomé un taxi. Bajé en Ángel Gallardo y Corrientes.
Me atendió una mujer rubia de unos cincuenta años de edad. Llevaba el cabello recogido, anteojos de lectura de marco púrpura y un delantal con gatitos estampados en color rosa y verde pastel.
Le rogué ayuda. Intercambiamos varias palabras que no logro evocar.
Sí recuerdo el insoportable ruido del ventilador de techo y la luz mortecina de la sala.
Depositó con mucha dulzura al gatito en la camilla de acero inoxidable. Le tomó la temperatura:  "Bajísima para un gato", exclamó en un tono monocorde. Procedió a inyectar Vitamina B12.
No había respuesta del animal. Temblaba y maullaba de dolor, no podía caminar, ni reaccionaba ante ningún estímulo.
Yo ya no supe más que hacer. Llorar, moquear y formular preguntas inentendibles entre espasmos e impotencia.
Ella sentenció la inexistencia de alguna cura o solución. "Es una enfermedad neurológica, es muy chico para vacunarlo. Tiene tomado todo el Sistema Nervioso Central. Está sufriendo y solamente puede empeorar. Yo no soy partidaria de la eutanasia, pero no hay otra opción."

Fue lo último que escuché. Entré en un trance de dolor, angustia y bronca tan intenso, que cuando reaccioné estaba sentada afuera del consultorio. A mi lado había una pila de pañuelos de papel usados.

La mujer salió del cubículo intentando disimular su desasosiego.
Me tomó del brazo, me llevó hasta la entrada del local. Abrió el postigo de la ventana. Encendió un cigarrillo, me convidó otro.
"Flaca, yo amo a los bichos, así como vos amás a las personas. Aunque al verte llorar así, dejame decirte que tenés pasta de veterinaria. Hay tantos hijos de puta sueltos... Esto no es responsabilidad tuya, es culpa del sorete que lo abandonó en una caja en la calle. Los animales conservan una pureza que me sana el alma. Viví muchos casos así, y siempre sufro. Pero volvería a elegir mi profesión mil veces."
Titubeé y le confesé que había salvado muchos gatos ya, pero jamás me había sucedido algo similar. Que nunca presencié la muerte de un animal. Le pedí disculpas por no poder expresarme correctamente debido a mi ahogo en lágrimas. Ni sé qué más dije.
 "No me digas nada, esos mocos son genuinos. Para mí, a pesar de que ahora mismo no me estés escuchando, es un placer cruzarme con gente con tu amor. ¿Me entendés?"
Me abrazó, me dio un beso y me despidió así:
 "Deseo que la próxima vez que nos crucemos, sea feliz y nos encuentre la vida, no la muerte."

Me retiré temblando, con náuseas y sin palabras. Me arrastré hasta mi casa.
Abrí la puerta, llegué al baño a vomitar.
Me lavé la cara y los dientes.
Me senté a fumar un cigarrillo. Me puse a escribir.